Yorgos Ximerakis junto a sus hijas, María y Artemix. |
En una de esas arribadas a un puerto español, el destino le deparó conocer a Carmen, quien sería la mujer de su vida. Por ello, sacrificó sus buenas ganancias como marino, también dejaría aquellos viajes que inundaron sus pupilas de color tabaco con las bellezas de paisajes exóticos.
Como hombre de mundo, sus horizontes no se cerraban a pesar de los contratiempos de la vida. Su casamiento con Carmen trajo consigo una nueva vida con trabajos diversos y la llegada de Yannis y Artemis, sus hijos nacidos en Murcia. Tras unos años en España, y después de no ver cumplidos sus anhelos profesionales y de ofrendar un mejor futuro para su familia, tomó la decisión de retornar a su tierra. Era la vuelta que todo griego en el exilio espera que alguna vez ocurra.
Carmen Tortosa |
Y fue la mejor decisión; sería Iráklion, en pleno corazón de la isla de Creta, Yorgos montaría un restaurante, y de esa manera se reafirmaría como lo que él siempre fue, cocinero. Como buen gourmet, la cocina iba dentro de su espíritu y supo congraciar a todo aquél cliente, como aquellos campesinos cretenses que al amanecer de cada jornada tomaban los suculentos platos que Yorgos preparaba a modo de desayunos. Pero si en esos más de veinte años al mando de la hostelería, las comidas caseras del "chef" Ximerakis eran las delicias de sus comensales, -también aquel local situado a escasa distancia del templo de Knossos,- se convertiría en una especie de embajada española para muchos turistas hispanos que transitaban por la isla. Carmen y Yorgos eran los ansiados anfitriones para muchos de aquellos turistas o bien residentes de habla hispana en la isla.
Stellos, hermano de Yorgos, adecentando la entrada al local. |
Su amistad no quedaba en el mero trato comercial, sino que iba más allá, y la casa de ambos se abría para todos ellos. Fue todo un festival de la fraternidad, que duró hasta que Yorgos se jubiló y con ello aquél restaurante también echaba su propio telón.
La actividad del chef retirado nunca cesó; él que siempre fue un amante de la naturaleza se transformó en un granjero familiar, y su vida cotidiana siguió siendo tan rica como de costumbre.
Recuerdo con la vehemencia que da el tiempo, una tarde de toros en España. Era la primera vez, que Yorgos visionaba un festejo taurino. Yo, me predispuse a explicarle el ritual taurino, pero él me cortó en seco para decirme: "en mi pueblo ya toreaban hace tres mil años". Indudablemente, se refería a la época minóica y los primeros espectáculos que se hicieron con toros. Su sabiduría, siempre agazapada, como escondida por la sobriedad y sencillez, me fascinó siempre. Era como un filósofo heredero de aquellos otros de la vieja escuela de Atenas.
De tez morena, ojos oscuros, casi negros, nariz prominente y labios enjutos; cabellos negros, un prototipo que bien recordaría un personaje de Nikos Kazantzakis -esta sería la imagen de Yorgos que siempre tuve de él. Y por supuesto, y como buen cretense, él también lucía bigote, ese pintoresco mostacho que muchos hombres de la isla llevan como señal de luto, en recuerdo de los cretenses muertos en la última contienda con los turcos.
Al escuchar el sonido de un buzuki, tomar un vasito de "ouzo", comer una "taramosalata", incluso tener sentimientos de un isleño griego: la madre que se pregunta si sus hijos volverán alguna vez de tierras extrañas, los días maravillosos en que se puede dejar la pesca y vestirse de limpio para las fiestas de la Virgen. Escuchar como una melodía del viento las músicas de Manos Hadjidakis... Todo ello, será bien poco para recordar el espíritu de Yorgos; un hombre que creó un mundo de calor en torno a su familia y aunque el sol cambiara de lugar la luminosidad de su mirada seguía siendo como un faro en la mar.
Abandonó Ambelouso, su pueblo, para embarcarse rumbo a mil destinos y regresó al mismo lugar, pero esta vez con pasaporte a la eternidad...