domingo, 12 de febrero de 2023

HISTORIAS DE UN MARCHANTE. (ALICANTE)

Michel cayó en la cuenta del mucho vino con gaseosa que había bebido en su vida, nada más conocer a Therèse. La diseñadora de origen francés y afincada en Alicante le había llevado al éxtasis por sus muchas actitudes amorosas. Realmente ella era como beber champán francés. Tanto el propio champán como el vino con gaseosa tienen burbujas, pero nunca serán lo mismo.




Entendió rápidamente la psicologia del marchante y puso en marcha todo un arsenal de recursos para seducirle. A sabiendas que era un viajero de la geografia femenina, de todos sus recovecos. Para él los ojos de Therèse eran un fantástco recuerdo, -como si de un tributo homenaje fuera-, de la gran diva María Callas. La cantante griega era para muchos amantes del bel canto la mejor soprano que había pisado los escenarios del mundo. Sumergirse en la bruma de aquellos enormes ojos suponia toda una catatarsis en Michel; aún a pesar de las enormes cantidades de belleza que habían transitado por sus pupilas, a través de la pintura y también por aquellos lugares exóticos que había visionado en sus muchos viajes.

A pesar de los escasos ocho años que llevaba como tratante de arte, se sentía agotado; cada vez le costaba más participar en una compra-venta, negociar con los interesados y en definitiva seguir la carrera como profesional. Realmente era un mundo con muchas cargas de neurosis. Y él no tenía el más minimo interés en acabar en la consulta de un psiquiatra. Por ello, el conocer a Therèse le supuso una nueva apertura en su vida. Ella era la antítesis de todo cuanto envolvia el mundillo del arte: naturalidad, sencillez y armonia.

También su voz era fuente de inspiración para Michel. Como buen catador de vinos, las voces tenían un universo aparte, y analizaba estas como si probase un rioja reserva o un ribera de primera añada. En este caso, la voz de Therèse estaba enriquecida de muchos matices: por un lado terminaba algunas palabras al estilo francés, mientras que otras parecian surgidas de tierras castellanas, y diversos agudos afloraban en todas ellas. Era una parte más de su evanescente sensualidad y que a él tanto le decía.

Sus mundos estaban claramente fragmentados, dificílmente le interesaba una obra entera, ya fuese una Ópera, una pintura o una persona. Sólo se quedaba con aquello que le resultara curioso; por ello la irrupción de Therèse le rompió aquellos esquemas. De ella nada era prescinbible: desde su voz acariciante, los ojos envueltos por la bruma del misterio, unas piernas densas que remataban en pies exquisitamente proporcionados, una elegancia imnata al caminar y tantas cosas que le arañaban emociones. En Therèse halló la serenidad que nunca le reportó su profesión y también la singular y vibrante belleza como un crujiente atardecer en las playas de Altea frente al Mediterráneo.