El abuelo Pepe Villalba está sentado de costadillo bajo el enorme emparrado que hace de sombraje en el exterior de la casa. María, su mujer no para de mover su menudo cuerpo en las actividades cotidianas de ama de casa, madre y alma mater de una familia de cinco hijos: Pepita, Manolo, Maruja, Diego y Pepe.
Ambos desprenden naturalidad a raudales, y parecen como sacados de un report de National Geographic sobre un poblado del Himalaya, donde la sencillez y la felicidad viajan a la par. Los haces de luz se cuelan por el viejo sombrero de paja que cubre la canosa cabeza de Pepe. Sus pequeños ojos achinados se estiran, a la vez que esboza una sonrisa que pareciera eterna; no en vano es un hombre que valora y siente el humor así como la felicidad en una vida que fuera llena de carencias, hambrunas, sobreviviente de una feroz post-guerra.
Ejercen como guardeses de una especie de finca, propiedad de unos empresarios locales. Rodeados de vegetación, moran en una humilde casa frente a un estanque para remojar esparto y unas naves. El campo de fútbol ejerce como vecino de ellos, y a través de una tapia se pueden visionar los partidos que juega el Club Deportivo Cieza.
La vida transcurre sin sobresaltos, en ese particular edén que los Villalba hacen realidad cada día. Tanto Pepita como Manolo abandonaron la estancia para casarse y residir en Cieza y Alicante respectivamente. Y en esas que apareció José Tortosa, hijo del sacristán de la Asunción, recién enamorado de Maruja. Pero, a diferencia de los demás, José ejerce una profesión que le hace convivir con el mar, con la mar, como le llaman los poetas y marineros. Una extrañeza en un pueblo tán de secano como Cieza. El destino así lo quiso y por tanto, Maruja habrá de lidiar con ese raro desígnio: vivir un noviazgo sumergida en la incertidumbre que regala el mar a sus criaturas.
En tiempos donde todavía no ha llegado el "wassap", los "iphones", donde hasta el teléfono clásico se hace de rogar, sólo quedan las cartas. Cartas inflamadas de amor, que probablemente describen la desazón vivida sin el ser amado, la peremne ansiedad de todo enamorado. Maruja que es profesora de corte y confección hallará en esas cartas y tarjetas postales el repentino consuelo a tantas horas de tejer telas, a la vez que sueños con aquél hombre de la mar; aunque quizás también llegue a su mente la literatura que va ligada y etiquetada a los hombres de esa misma mar: ¡que si un amor en cada puerto, que si tienen fama de conquistadores natos, o van desparramando toneladas de feromonas como los marineros del anuncio televisivo del perfume de Jean Paul Gautier "Le Male"!
La pareja irá sorteando todo un crisol de vicisitudes que marcan el tiempo y la distancia, para robustecer aquella relación no excesivamente convencional. A José, Maruja le quitó el barniz evangélico como nombre del carpintero de Galilea; ahora le llama Pepito. Y junto a Pepito deslizará sus pies por el enmoquetado pasillo que le conduce al altar entre acordes del "Aleluya" de Haendel que brotan del armonio-piano ejecutado por Antonio Tortosa, padre de José y ya suegro, en la basílica de La Asunción.
Como sub-oficial que todavía es, José-Pepito buscará el lugar ideál para convivir con Maruja, pero debe adaptarse al aún exímio sueldo por lo que residen en uno de los barrios alejados del centro cartagenero. Después, al paso de unos años acamparán en el barrio de san Antón. Quedan unos años para llegar hasta la calle Trafalgar, tercer y último domicilio familiar. En medio de esta vorágine la vida les sorprenderá con el sortilegio de los primogénitos: Maruja perderá a su hermana Pepita. José lamentará la marcha de su también hermana mayor, María. Ambas sufrían dolencias cardíacas. El pequeño Antonio, con tán solo un año de vida se uniría a esa patética peregrinación, creando una triste trilogía en la familia Tortosa-Villalba.
Las tormentas que ponen a la deriva barcos y otros artefactos marinos, también dejan que la luz del amanecer aflore entre nimbos y deshilachadas y agrisadas nubes. Queda pués un margen a la esperanza de un nuevo día y de manera intermitente aparecieron en escena: José Antonio, Jesús Ginés, María del Mar, Francisco Javier, Ana Silvia y Manuel.
El matrimonio consolidó sus férreas columnas y andamiaje dando muchos pasajes positivos y llenos de vida. El binomio Tortosa-Villalba daría para un extenso relato salpicado de cientos de anécdotas para referenciar en este humilde artículo, pero aún así el retrovisor de la nostalgia nos deja un emotivo momento, cuando el padre de José aterrizó en Cartagena en un legendario y flamante "citróen 2 caballos". Visitó el Arsenal, el barco Alcalá Galiano, también al reverendo don Juan Iniesta Gil; -en esa época párroco de Santa María de la Cabeza. Antonio Tortosa, un hombre fuerte, sin fisuras sentimentales resoplaba y se emocionaba al divisar en el horizonte anaranjado de la tarde el barrio de Santa Lucía. De ahí era su mejor amigo de la guerra, quien acabó siendo ajusticiado por un pelotón de fusilamiento. Antonio también estuvo allí, pero salvó su vida "in-extremis".
Lamentablemente, cada vez que alguien, un amigo, familiar o conocido es arponeado por esa cosa llamada cáncer, a nuestra mente llegan los lamentos de Hervé Gatssier, un anticuario parisino al que conocimos en una subasta de arte. Hervé tenía un tío investigador-científico, el cuál había conseguido una fórmula que lograba bloquear y aislar las células cancerosas en su búsqueda por el azúcar. Éste es el sistema por el que dichas células se retro-alimentan. Después de muchos años de investigación, ensayos y testear el producto, detectó su alta eficacia y lo ofreció a una marca farmacéutica. No sólo recibió el desdén y rechazo, es que también le llegaron amenazas de muerte si llegaba a promocionar dicha fórmula. Hervé comentaba con tremenda indignación: "¿para qué sirve toda esa farsa de hacer ver a la sociedad que el mundo científico está volcado en esa enfermedad, si luego esas multinacionales no quieren saber nada? Son más rentables los medicamentos paliativos que aquellos que pueden erradicar la enfermedad".
Atrás quedó la calle Mayor, el ilustre café donde se compuso "Suspiros de España", la emblemática esquina de Los Cuatro Santos, los edificios modernistas; los Héroes de Santiago y Cavite parecen guias turísticos y el aroma acre y salobre de algas, petróleo y algunos desechos se entreveran con la sal marina provocando un potente olor ozónico y los reflejos plateados resurgen del verde limo de las aguas. El rechinar de gaviotas pone un acento lírico en el atardecer. En uno de los bancos, dos figuras humanas dialogan a la vez que sus miradas parecen centrarse en la bocana del puerto, en el faro "La Curra". El capitán de Marina ya retirado le explica a su grumete las sensaciones que él sentía cuando franqueaba aquél vestigio de piedra, de la encomiable e íntima felicidad que afloraba en su ser, al retorno de la batalla con la mar. El volver de nuevo a casa.
También le dijo que a pesar de las miles y miles de millas navegadas, de los infinitos puertos visitados, de los muchos avatares de la marinería, él fué hombre de un sólo amor. El grumete asintió esbozando una sonrisa cómplice a la vez que agradecía sus palabras.
La figura del veterano marino José se pierde en un punto gris del puerto junto al joven Manolito, su fiél confidente....
A la familia Tortosa-Villalba. A la memoria de Maruja.
J.Ruiz Tortosa
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